El camino emprendido en 1992 ha constituido, sin duda, un importante paso adelante en la protección de los derechos humanos en México, pero se trata de una tarea inacabada, especialmente por lo que concierne a un problema de creciente importancia en las sociedades avanzadas: los conflictos entre ley y conciencia, también llamados objeciones de conciencia, que tienden a proliferar en sociedades ideológicamente pluralistas y en el hábitat jurídico de un Estado que legisla en múltiples aspectos de la vida humana al concebirse a sí mismo como un Estado social que debe velar por el bienestar de sus ciudadanos. Surge así un dramático dilema en la conciencia del ciudadano, que pugna por hacer compatibles las dos lealtades que le son debidas -al Estado y a su propia conciencia- y busca en consecuencia ser eximido de la obligación legal que le resulta moralmente inaceptable.